Y entonces, lo veo.
Lo veo con el humo del tabaco escapando suavemente de su boca, me observa desde su lugar.
Con la espalda recargada suavemente en el cojín color carmín, sus ojos están un poco entrecerrados, como reprochando mi manía de siempre llegar tarde.
Le devuelvo la mirada y veo como el humo dibuja figuras en el aire, ajeno al dolor silencioso del tren.
Mis manos sudan y tiemblan. Aún escucho sus portazos.
Observo a las demás personas en el tren, encorvados y temblando.
Con lágrimas en las mejillas, tienen las manos cerradas en puños, los hombros les tiemblan, se sacuden, se muerden los labios tratando de tragar los sentimientos.
Pero nunca pueden susurra entre el humo.
Se relame los labios y alza las cejas burlonamente.
Nunca he entendido como soportan tantas heridas, ¿sabes? Enfrentando batallas que nos les pertenecen y llorando lágrimas que no son suyas. ¿Acaso pueden ser más idiotas? dice mirando por la ventana empañada, alza su mano lentamente y acaricia el cristal.
Son humanos le digo.
Son idiotas, eso son responde mirándome con sus ojos negros.
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