martes, 3 de junio de 2014

Y supe porque te llamaban Sol.

Yo siempre fui de esas personas que caminan bajo la lluvia con paraguas y tú me enseñaste a disfrutar de las gotas correr por la piel.
Acostumbraba mirar las nubes negras de mi vida y tú las hiciste grises, hiciste que el cielo se despejara y el Sol brillara.
Me enseñaste a tocar las nubes con la punta de los dedos.
Y que yo siempre fui de esas a las que le duele todo y que nunca olvidan y ahí estabas tú, con el té sobre la mesa y una sonrisa amorosa para curar las heridas.
Y las noches sin descanso, tu mano y la mía se encontraban a pesar de la distancia.
Que las mañanas en las que me preparaba para salir de casa a regañadientes, me susurrabas al oído y el día se hacía más ameno.
Y a menudo deseaba que toda mi vida acabara, pero entonces, tú me mirabas y deseaba poder vivir para siempre.
Cuando sentía que los demonios querían salir a jugar, te buscaba y nuestras miradas coincidían y todo se aclaraba.
Y  me besabas, suave y tiernamente. Porque, con la persona adecuada, los besos tienen a veces poder curativo.
Y por la tarde, sonaban esas canciones que me dolían en la piel y tú llegabas y volvías a juntar mis piezas.
Y me enseñaste que las canciones tristes también están hechas para bailar.
Que no importaba mi torpeza, me tomaste entre tus brazos, y dimos vueltas entre risas, entre lágrimas.
Y te recoste contra la puerta de mi auto y choque suavemente nuestros labios.
Fue esa clase de beso del que nunca podría hablar en voz alta a mis amigos. Fue el tipo de beso que me hizo saber que nunca había sido tan feliz en toda mi vida.
Tengo que irme, dijiste en voz baja, sentí tu sonrisa contra mis labios.
Y caminaste hacia tu auto.
Y diste la vuelta y  me sonreíste. Y entonces supe porque ellos te llamaban Sol.



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