viernes, 1 de agosto de 2014

Pero era inevitable que nuestros ojos se cerraran.

Me gustaba hacerle sonreír, porque amaba el brillo de sus ojos al hacerlo.
Me gustaba sentir el calor de su cuerpo junto al mío en un día de lluvia o cuando extrañaba cosas que nunca me han pasado.
Besarle y sentir como si regresara a casa un día de Navidad.
Podía pasar horas jugando con su cabello o simplemente sosteniendo su mano, porque eso me convencía de que era real.
Cuando escondía su cara en mi hombro porque no quería que viera su sonrojo y yo reía tratando se separarle de mí.
Cuando sentía su sonrisa al besarle o cuando pasaba sus brazos por mi cintura y sentía que podía hacer todo.
Me gustaba ver como el atardecer iluminaba sus ojos y como el amanecer le hacía llorar.
Cuando pasábamos las tardes en la arena, con mi cabeza recostada en su regazo y leía en voz alta y soltábamos a reír por las travesuras de Nathaniel y los demás chicos de Plumfield.

Y a veces, nos heríamos, nos aruñábamos y las palabras dejaban moretones, pero el amor puede dañar, el amor puede herir a veces.
Nos creíamos capaces de soportar terremotos, de enfrentar todos los obstáculos.
Pero era inevitable que nuestros ojos se cerraran, que nuestros corazones se rompieran y que los pedazos fueran tantos que fuera imposible volver a juntarlos.
Y la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido.


Pero a veces la vida no sigue, a veces sólo pasan los días.

No hay comentarios:

Publicar un comentario