Me gustaba hacerle sonreír, porque amaba el brillo de sus ojos al hacerlo.
Me gustaba sentir el calor de su cuerpo junto al mío en un día de lluvia o cuando extrañaba cosas que nunca me han pasado.
Besarle y sentir como si regresara a casa un día de Navidad.
Podía pasar horas jugando con su cabello o simplemente sosteniendo su mano, porque eso me convencía de que era real.
Cuando escondía su cara en mi hombro porque no quería que viera su sonrojo y yo reía tratando se separarle de mí.
Cuando sentía su sonrisa al besarle o cuando pasaba sus brazos por mi cintura y sentía que podía hacer todo.
Me gustaba ver como el atardecer iluminaba sus ojos y como el amanecer le hacía llorar.
Cuando pasábamos las tardes en la arena, con mi cabeza recostada en su regazo y leía en voz alta y soltábamos a reír por las travesuras de Nathaniel y los demás chicos de Plumfield.
Y a veces, nos heríamos, nos aruñábamos y las palabras dejaban moretones, pero el amor puede dañar, el amor puede herir a veces.
Nos creíamos capaces de soportar terremotos, de enfrentar todos los obstáculos.
Pero era inevitable que nuestros ojos se cerraran, que nuestros corazones se rompieran y que los pedazos fueran tantos que fuera imposible volver a juntarlos.
Y la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido.
Pero a veces la vida no sigue, a veces sólo pasan los días.
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