Estamos de camino a casa, vamos por esas carreteras sobre las que crecía cada verano o vacaciones de pascua. El regreso es lento y el licor me hace sentir cálido por dentro. Veo las montañas, los carros borrosos pasan a nuestro lado, el cielo comienza a teñirse de rosa y morado. Mis músculos están cansados, agradezco al día largo, porque sé que llegaré a casa a bañarme y a caer dormida, sin oportunidad de que los malos pensamientos me acompañen.
Tomó la botella y le doy otro trago, lo saboreo, trago y paso mi lengua por mis labios.
Hay algo un poco diferente, como que el miedo al verano no está tan presente. Que sí, que el regreso a casa por esas carreteras siempre me hace sentir nostálgica, infinita pero al mismo tiempo me hace sentir que el tiempo es limitado.
La tarde se pasó entre pláticas sobre profecías, reencarnaciones, recuerdos y el mar.
El mar que te mecía con las olas, el mar que estaba tan helado (aún en esta época del año), el mar que se extendía tan infinito y desee que la vida fuera así (irónico, ya que a veces deseo que mi vida dure lo que dura un parpadeo).
Levantó un brazo y lo saco por la ventana, siento el aire chocar contra mi piel. Siento las mejillas calientes por tomar y la lengua pesada.
Recuesto mi cabeza contra el asiento, escucho las carcajadas de los que me acompañan, haciéndome sentir infinito y deseo que la carretera nunca acabe.
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